sábado, 18 de junio de 2011

Tarot: tras las huellas del juego sagrado. Parte I

Aquella noche fuimos a la casa de Patricia. Cada quince días, a veces una vez por mes, solíamos ir Giovanna y yo a lo de Patricia, para charlar de sus cosas, comer algo y luego, poder comentar lo que habíamos visto y oído en la visita. Muchas veces creí que visitarla y estar al tanto de sus historias amorosas, o luego ser testigos de su romance con Andrés era una manera de reafirmar, conscientes o inconscientes de ello, nuestra relación y nuestra manera de ver al mundo. Como fuere, aquella visita no sería igual que las demás, por las cosas que se dispararon en mí a partir de ese momento hasta el presente.
Aquella noche, Patricia nos volvió a hablar de su relación con Gisela Saravia, una reikista que atendía cerca de la rambla, y de quien, por alguna razón, tanto Giovanna como yo sospechábamos de sus intenciones. Hacían varios meses que Patricia asistía a las sesiones de reiki con esta terapeuta, y por las cosas que confesaba, le tenía muchísima confianza y respeto. Creo que era esa confianza casi ciega la que me intranquilizaba, pues había colocado a Gisela en un lugar idealizado, digno de los dioses del Olimpo. Una vez más, Patricia nos contó sobre sus sesiones de reiki, los beneficios que encontraba en ver semanalmente a su terapeuta, las cosas que Saravia le comentaba en cada sesión… Porque no solo cumplía con sus funciones de reikista sino que Gisela también se reconocía como vidente, por lo que en cada sesión, compartía con mi amiga lo que su percepción o videncia le permitía ver.
Un incrédulo dirá que existen frases dichas por videntes, tarotistas y esoteristas varios que son, en definitiva, lugares comunes. Todos tenemos problemas y quizás una pena no resuelta, deseamos un amor que valga la pena o un trabajo que nos permita vivir cómodamente sin preocuparnos por las cuentas. Claro que cuando las observaciones que estas personas realizan son certeras, y aportan detalles que solo el consultante conoce, el incrédulo no encuentra respuesta más que refugiarse en la casualidad. Pero yo no creo en las casualidades. Dios no juega a los dados…
Esa charla que tuvimos con Patricia aquella noche destrabó ciertos recuerdos que yo tenía casi olvidados. Recordé cuando a mis 11 años, pasaba camino a la escuela por una juguetería para ver en su vidriera un mazo de cartas de Tarot. Recordé con qué ganas hubiera comprado ese mazo de haber tenido el dinero que se pedía por él, si no hubiera representado una fortuna para mí en ese entonces, y si la religión de mis padres no me hubiera influido tanto. Mis padres eran Testigos de Jehová: ¿cómo podía yo interesarme en unas barajas, instrumento demoníaco o satánico, creado para la adivinación, cosa que Jehová Dios prohíbe y detesta? ¿Cómo podía yo, con todo el conocimiento de la verdad que tenía, sentirme tan atraído por ese mazo de cartas? Lo cierto es que, todos los días, pasaba por la vidriera de la juguetería para ver el mazo de Tarot, pensando que algún día, me compraría ese juego de barajas.
También recordé cómo con unos 13 años, aproximadamente, leí en la Biblioteca Nacional el “Grimorio de San Cipriano”, libro de magia ceremonial de tiempos medievales. Recordé con qué deseo y entusiasmo imaginé construir una espada según las medidas que el libro proporcionaba, y me dirigía al Arroyo Miguelete para, una noche de Luna llena, poder consagrarla como el mago detallaba en la publicación. Claro que también recordé cómo enumeraba en mi mente los inconvenientes de dirigirme nada menos que al Arroyo Miguelete con una espada en la mano, porque andar con una espada a las doce de la noche no es algo que todo ciudadano haga, y porque la costanera del arroyo representaba en mi mente uno de los lugares más peligrosos de la ciudad. Creo que inconscientemente asociaba los olores desagradables que del arroyo procedían con lo feo, sucio, malo y peligroso, sin que hubiese otra alternativa posible.
Pero no solo leí el grimorio en cuestión, sino que recordé cómo en la Biblioteca leí otros libros con temáticas similares, como libros de hechizos y encantamientos, libros sobre vampiros, monstruos de diversas especies, etc. Siempre fui un ávido lector, y la Biblioteca Nacional me permitió ampliar y diversificar mi lectura. Así, la alquimia, el esoterismo, la kabbalah, el diccionario de Champollion, las sociedades secretas como la masonería o los rosacruces, entre otros desfilaron ante mis ojos, junto con las obras de Sir Arthur Conan Doyle, Bram Stocker, William Shakespeare, entre muchos más.
La conversación con Patricia me hizo recordar que con unos 15 años, aproximadamente, aprovechando que estaba solo en casa, me encerré en mi cuarto y con un lápiz labial de mi madre, realicé un círculo en el piso, y dibujé dentro una estrella de cinco puntas. Recordé que me desnudé completamente y me senté a contemplar el pentáculo que había dibujado. Encendí una vela, y allí me quedé contemplando el suelo. Luego esperé ver imágenes en la llama de la vela, realicé rezos que según mi educación religiosa hasta el momento eran prohibidos o no tenían sentido, invoqué presencias espirituales y me decidí a hacer un par de experimentos. Con una piola y un tornillo grueso, que convenientemente estaba perforado a lo largo, improvisé un péndulo, al cual le hice preguntas. No sé si antes había visto hacer esto, o si este impulso provino de algún otro lugar desconocido, pero sea como fuere, recuerdo que el péndulo se movió. No conforme del todo, coloqué en el suelo del cuarto dos bolitas de vidrio, de esas con las que se jugaba en la escuela, y me dediqué a mirarlas, fijamente, deseando que se movieran. Y una de ellas se movió, como despedida o rechazada por la bolita que tenía al lado. Creo que me asusté o sorprendí, pero también me sentí especial y, en mi ignorancia, poderoso...
Algo en la charla con Patricia disparó estos recuerdos, y en la semana que siguió a este encuentro, comprarme unas barajas de Tarot fue casi una obsesión para mí. Por alguna razón, yo sabía que el mazo que quería era el llamado Tarot de Marsella, así que recorrí librerías y casas especializadas buscando el mejor precio. Para mi disgusto y preocupación, el precio oscilaba entre los $700 y los $1300, cifras prohibitivas para mi bolsillo. Hasta que a la segunda tarde, si mal no recuerdo, pregunté en un comercio a seis cuadras de mi casa. Para mi alegría, no solo vendían tarots, sino que el costo era de tan solo $450.
Creo que no es necesario que explique la excitación con la que fui a comprar mi primer mazo de barajas. Al llegar a casa, abrí el mazo, las recorrí una por una, les sentí su olor, y al poco rato las guardé...

Casi por tres meses las cartas estuvieron guardadas, mientras yo leí todo cuanto pude sobre la historia del Tarot, el significado de las cartas, las distintas maneras de leerlas o “tirarlas”, etc. Una tarde, Patricia llamó a casa, angustiada por sus problemas sentimentales. La atendió Giovanna y luego de hablar un rato, me llama y me dice:
-Migue, dice Pato si le podés tirar las cartas-. En realidad, no habían pasado los tres meses que yo supe, desde el primer momento, debían pasar, y sin embargo, algo me decía que no estaba mal si aceptaba esa oportunidad. -Bueno…está bien, decile que sí. Pero decile que se las tiro con el papelito al lado…

continuará...

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